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Ekaitz Cancela |
Existen muchas dudas sobre cómo llevar a cabo una política radical al tiempo que exitosa en el presente, aunque rara vez se cuestiona que ésta deba moverse, también, fuera el campo intelectual de las teorías del Estado. Desde luego, las corrientes marxistas que han destacado la lucha entre las distintas facciones del capital para encontrar espacios políticos y organizativos capaces de bloquear la acumulación nos ofrecen elementos útiles. No obstante, nuestra era moderna, cuyo suelo ha sido profundamente roturado por las tecnologías digitales, debiera permitirnos sumar un elemento más al análisis sobre cómo el neoliberalismo gobierna y las maneras de plantear organizaciones capaces de desafiarlo. El paradigma del partido-movimiento, de manera embrionaria en Podemos desde su nacimiento, ofrece visos interesantes para emprender dicha hazaña.
1.
A diferencia de los momentos previos a la Guerra Fría, todo ente que aspire a hacer política en algún lugar del planeta, sea el tradicional órgano de partido que llega al Gobierno o los movimientos sociales de nuevo cuño, se enfrenta al capitalismo en su época de la reproductibilidad técnica. También a sus mecanismos de legitimación, que operan un nivel casi existencial, de una manera superior y más abstracta de la que un sujeto suele comprender el mundo, determinando así su manera de relacionarse en sociedad, las identidades que lo componen y sus experiencia más mundanas. A nivel práctico, ello tiene lugar mediante toda suerte de discursos en torno a la digitalización, en buena medida procedentes de los departamentos de relaciones públicas de las empresas de Silicon Valley, diseñados con el objetivo de renovar la hegemonía cultural del capitalismo.1. Si algo debieran enseñarnos los textos del Prisionero de Bari, es entender esos vientos de “revolución pasiva” que nos llegan desde California.
Como ha señalado el más sagaz de los teóricos encargados de diseccionar la intersección entre el capitalismo y las tecnologías, pareciera que la única forma posible de cumplir con las promesas de la modernización, el liberalismo o las idea hegelianas del progreso hacia lo más elevado y excelso, sería mediante el descubrimiento constante e interminable de lo nuevo. En otras palabras, a “la institucionalización de lo creativo” y del descubrimiento de la realidad mediante los mercados, en buena medida sostenidos gracias a las plataformas digitales.2. En el plano del consumo, y sin desviarse mucho de los tiros de la Escuela de Frankfurt, este proceso es fácilmente visible: acceder a nuevas viejas canciones y estilos mediante una suscripción a Spotify, encontrar series y películas novedosas, aunque siempre de las mismas productoras, si nos atenemos a Netflix, Prime, HBO, Movistar, o descubrir necesidades de consumo -y, en definitiva, mercancías- a través del catálogo Amazon. Ocurre lo mismo en el plano de la producción -y seguirá haciéndolo mientras las políticas no problematicen el discurso de las empresas de plataforma como un todo-, pues la funcionalidad capitalista de los algoritmos camina hacia una vigilancia mayor en el espacio de trabajo. No se trata desde luego de un suceso mágico e irrevocable, sino de cumplir las necesidades de aumento de la productividad o la reducción de costes que requieren los capitalistas para alcanzar la aclamada rentabilidad a largo plazo.
En suma, la racionalidad que se impone es la de “el mercado como la institución económica ideal; el capitalismo, su forma social”3. De este modo, la capacidad humana ha quedado sometida a un contexto social absolutamente comercializado. En otras palabras: las redes sociales abarcan cada ámbito de la vida, subordinando nuestros valores solidarios y altruistas -o directamente reprimiéndolos- a las lógicas de competencia presentes en el diseño de muchas de las aplicaciones en las que tiramos nuestras vidas. Ahora bien, debemos comprender que esos interfaces adictivos en donde todas competimos unas con otras por la atención de otras personas no son fenómenos naturales, sino todo lo contrario.
Nos encontramos ante una captura corporativa de nuestras experiencias diarias de orden primero: el ingenio revolucionario, la creatividad colectiva o nuestra identidad digital (cuantificada en forma de datos) nos están siendo robadas, una rapiña cuyo único fin es que unas cuantas empresas cuadrupliquen sus beneficios anualmente, enriqueciendo a los multimillonarios que después se presentan como los salvadores del planeta. La lógica de coordinación social que establecen es verdaderamente obscena: compartir sólo y en tanto que este producto colectivo pueda ser monetizado mediante fines comerciales, es decir, publicitarios. De ahí que no sea casualidad que las firmas más poderosas del planeta, como Google y Facebook (a su vez, propietaria de Instagram y Whatsapp) hayan logrado semejante estatus llevando a nuevos límites el mecanismo histórico a través del que el poder privado manipula nuestras conductas, la publicidad.
De este modo, nuestra comprehensión del mundo circundante ha quedado extremadamente simplificada (su expresión más directa, la penetración de las fake news), reducida a las paredes de una plataforma privada. La totalización capitalista lo abarca todo; presumiendo al mismo tiempo de que nuestras inseguridades, miedos, y el resto de elementos ambivalentes de la época moderna que nos generan incertidumbre, pueden resolverse mediante el uso de nuevas aplicaciones. Esta idealización de la vida digital tiene un objetivo muy sencillo: que los mercados financieros siguen conquistando amplios momentos de nuestra vida, bloqueando así una politización efectiva y consiguiendo que toda actividad humana se convierta en un intercambio monetario. ¿O cómo se explica que Blackstone haya comprado las apps de citas Badoo y Bumble, principales enemigas de Tinder y Facebook Dating, para rentabilizar el sex-as-a-service?
Ahora bien, pese a las promesas de prosperidad y mejora que profesa el mercado, a pesar de los cientos de likes que consigan nuestras fotos sonriendo de vacaciones en el extranjero o los retuits y reputación que alcancemos expresando ciertas posturas políticas, nuestras carencias emocionales siguen en el mismo sitio; los afectos sanos entre compañeras, la felicidad… continúan puntuando a la baja en una existencia digital donde la tristeza y otros síntomas de la mala salud mental emergen como males menores de que cada instante de nuestra vida sea alimento de un algoritmo privado. Y más allá de las retóricas sobre las oportunidades de futuro que llegan a la generación joven, lo cierto es que conseguir ingresos en el presente se mueve en una tensión entre la aceptación de la precariedad y condiciones paupérrimas de trabajo, siendo la ‘economía colaborativa’ ese sádico sobrenombre que adquiere esta realidad; o la supervivencia mediante la transferencia de riqueza de las generaciones que vivieron un keynesianismo que nunca volverá porque las condiciones objetivas del capitalismo no lo permiten, dejándonos como única utopía de futuro alquilar las propiedades de nuestros abuelos.
Este pesimismo debiera evitar quedarse en el terreno de lo distópico y moverse dialécticamente hacia la voluntad del optimismo, pensando en cómo promover la organización política, formas de coordinación social alternativas al mercado que sean capaces de entender el carácter radical de las tecnologías digitales, a saber, palancas para transformaciones de la realidad en líneas no capitalistas. Sólo habiendo alcanzado este conocimiento puede surgir la utopía y es posible pensar la praxis del partido-movimiento.
2.
Si la idea es reforzar los elementos que tengan más de movimiento que de partido4, devolviéndole a estos aquellos dispositivos prácticos que disputan el poder en distintos territorios del campo social5, o en términos más capitalistas, coordinar la acción política empleando recursos tanto de capital como de trabajo6, entonces tal vez sea necesario desbloquear el potencial revolucionario del pueblo mediante tecnologías radicales, las cuales aún están por desarrollar. En efecto, como señalan los filósofos de nuestro tiempo, estas debieran ser capaces de institucionalizar nuestra creatividad y entender que haberlo conseguido es precisamente aquello que otorga la ventaja a los neoliberales. Y de estas palabras no se debe derivar una aproximación funcional hacia la técnica, ni mucho menos determinista, sino más bien al contrario. Las herramientas digitales, o los códigos, deben ser un mecanismo para otros fines mucho más elevados: repensar -y hacerlo constantemente- nuestras instituciones, sean los partidos, los movimientos, o ambos, e incluso el propio Estado; dotarlas de plasticidad y capacidad de adaptación a las distintas demandas populares, lo cual es muy distinto a establecer una cadena de equivalencias que opera únicamente a nivel discursivo.
Por otro lado, la personalidad de determinados líderes, desde el ingenio de Trotsky, la vanidad de Bukharin o la saciedad de Stalin, han jugado un papel muy importante en la centralidad política, incluso a la hora de controlar la dirección económica y el ratio de acumulación. Pero aún queda una pregunta que extraer de la Revolución de Noviembre en Rusia, a saber, cómo institucionalizar la colaboración entre las masas proletarias con los planes económicos. Si bien la experiencia soviética remarca la relación entre la presencia o ausencia de cierta movilización colectiva y otras formas particulares en que puede usarse el poder, necesitamos imaginar formas de tomar las decisiones del gobierno, el control de estos mecanismos y los métodos de comunicación que se establecen7. Esto requiere testar nuevas alternativas de profundización radical que permitan las tecnologías, como por ejemplo a la hora de trasladar la visión de los círculos a la praxis del partido o, a nivel más amplio, de la sociedad en su conjunto al ejercicio de la actividad política. Necesitamos que el intelecto colectivo que se encuentra en las bases del partido, así como de los movimientos, permee de abajo hacia arriba en la estructura de nuestras organizaciones políticas. Entonces, la clave es cómo institucionalizar ese conocimiento, esas invenciones populares para que llenen de contenido esos espacios abiertos a la deliberación que llenan de significado y sentido nuestra democracia.
Entonces, ¿cómo utilizar el poder del movimiento? Diseñando formas de poder sobre la producción o sencillamente formas de descubrir nuevas soluciones a determinados problemas y democratizarlas. Por ejemplo, creando repositorios digitales colectivos para aprovechar las herramientas de organización interna, trabajo político en parlamentos locales o regionales o cualquier otra innovación surgida de la colaboración entre la intelligentsia técnica y la estructura social o burocrática para hacerla extensible a cada uno de los círculos. Y también fomentando esos encuentros en donde distintas cabezas pensantes (unas más bregadas en el fango de las calles, con los problemas; otras más técnicas, con las soluciones) descubren nuevas formas de institucionalizar la creatividad de manera emprendedora, una noción que los neoliberales han conquistado. Cualquier teórico del estado hablaría de la alianza entre las clases medias y el proletariado, pero una fracción considerable de esta última (desarrolladoras, programadoras o científicas de datos) ahora posee unas capacidades técnicas nunca vistas para mejorar la posición del proletariado en la lucha de clases.
Por último, este mecanismo es fácilmente extensible a la idea del partido, o al Estado, aunque no como ese ente emprendedor à la Mazzucato que sigue entregando el poder y la capacidad de Gobierno a las empresas privadas. Propulsar la economía en aras de la innovación, y hacerlo de manera acelerada, implica hacer uso del poder más radical que una burocracia gubernamental puede ostentar: facilitar los medios de descubrimiento, predicción y visualización, así como las capacidades computacionales necesarias para organizar el poder e institucionalizar la participación popular y los movimientos de una forma en que se pareciera a un sistema operativo del y para el pueblo. Eliminar los límites estáticos que impone tanto el Estado como la plataforma, y permitir que la gente pueda hacer, pensar, imaginar y crear de manera compartida…. Esa es la práctica política y social transformadora.
Ekaitz Cancela es autor del Despertar del sueño tecnológico (AKAL, 2019)
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